SOLEDAD MASIFICADA
En la página web de la revista Chronicle of Higher Education (http://chronicle.com) se publicó recientemente el caso de una adolescente que enviaba 3.000 mensajes de texto al mes. Esto significa que enviaba una media de cien mensajes diarios, es decir, uno cada diez minutos de vigilia, «por la mañana, a mediodía y por la noche, en días laborables y fines de semana, en las horas de clase, a la hora de comer, a la hora de hacer los deberes y a la hora de lavarse los dientes». Lo que se desprende es que no estaba sola más de diez minutos; es decir, nunca estaba a solas «consigo misma», con sus pensamientos, sueños, preocupaciones y esperanzas. A estas alturas habrá olvidado, probablemente, cómo se vive -se piensa, se hacen cosas, se ríe o se llora-en compañía de uno mismo, sin la compañía de los demás. Es más, nunca ha tenido la oportunidad de aprender ese arte. Si en algo no es la única es en su incapacidad de practicarlo
Los dispositivos de bolsillo para enviar y recibir mensajes no son las únicas herramientas que necesitan esa chica y las demás personas que, como ella, sobreviven sin ese arte. El profesor Jonathan Zimmerman, de la Universidad de Nueva York, observa que hasta tres de cada cuatro adolescentes estadounidenses se pasan todos los minutos de su tiempo disponible pegados a los sitios web de Facebook o MySpace: chateando. Sugiere Zimmerman que están enganchados a provocar y recibir ruidos electrónicos o destellos en la pantalla. Los sitios web de chat son, según este autor, nuevas drogas muy potentes a las que son adictos los adolescentes. Son bien conocidos los síndromes de abstinencia que sufre la gente, joven o no tan joven, adicta a otro tipo de drogas; cabe imaginar, por tanto, la agonía por la que pasarán esos adolescentes si algún virus (o sus padres, o sus profesores) les bloquea las conexiones a Internet o les deja los móviles inoperativos.
En este mundo impredecible, siempre sorprendente y obstinadamente desconocido, la posibilidad de quedarse solo puede resultar espantosa; podríamos citar numerosas razones para concebir la soledad como un estado sumamente desagradable, amenazador y terrorífico. Sería tan injusto como estúpido culpar sólo a la electrónica de lo que le sucede a la gente nacida en un mundo entretejido de conectividad por cable o inalámbrica. Los artilugios electrónicos responden a una necesidad que no han creado; lo máximo que pueden haber hecho es agudizar y acentuar una necesidad ya creada previamente, a medida que los medios que inciden sobre ella han pasado a estar tentadoramente al alcance de todos, sin que requieran mayor esfuerzo que pulsar unas teclas. Los inventores y vendedores de los «Walkman», los primeros dispositivos móviles que permitían «oír el mundo» cuando y donde quisiera el usuario, prometían a sus clientes: «¡Nunca más (volverá a estar) solo!».
Evidentemente, eran conscientes de lo que decían, y sabían por qué este eslogan publicitario probablemente iba a aumentar las ventas de los dispositivos, como de hecho ocurrió en incontables millones de casos. Sabían que en las calles había millones de personas que se sentían solas y detestaban la soledad como algo doloroso y aborrecible; personas no sólo privadas de compañía, sino que sufrían a causa de dicha ausencia. A medida que aumentaban los hogares familiares vacíos durante el día, y las chimeneas y los comedores eran sustituidos por los televisores en todas las habitaciones -a medida que el individuo, podríamos decir, «quedaba atrapado en su propio capullo»-, cada vez menos gente podía contar con el animoso y vigorizante calor de la compañía humana; sin ella no sabían cómo llenar sus horas y sus días.
La dependencia del ruido ininterrumpido que emitía el Walkman ahondó el vacío que dejaba la falta de compañía. Y cuanto más se hundían los usuarios en ese vacío, menos capaces eran de utilizar los medios anteriores a la alta tecnología, como los músculos y la imaginación, para escapar de él. Con la llegada de Internet, fue posible olvidar u ocultar ese vacío y, por lo tanto, eliminar su toxicidad; al menos se pudo aliviar el dolor que causaba. Esa anhelada compañía, cada vez más ausente, parecía haber vuelto a través de las pantallas electrónicas más que por las puertas de madera, y en una nueva encarnación analógica o digital, pero virtual en ambos casos: la gente que luchaba por evitar la tortura de la soledad descubrió que esta nueva forma suponía una notable mejora con respecto a la modalidad cara a cara y mano a mano. Con el olvido o la falta de aprendizaje de las habilidades interactivas presenciales, todos los aspectos que podían entenderse como carencias de la «conexión» virtual online fueron acogidos como una ventaja. Lo que ofrecían Facebook, MySpace y otros sitios similares ha sido recibido como lo mejor de ambos mundos. O, al menos, eso les parecía a quienes anhelaban desesperadamente la compañía humana pero se sentían incómodos, ineptos o desafortunados en los encuentros sociales.
Para empezar, ya no es necesario estar solos. En cualquier minuto -veinticuatro horas al día, siete días a la semana-basta con pulsar un botón para que aparezca la compañía, como por arte de magia, de entre una colección de seres solitarios. En ese mundo online, nadie está lejos nunca, todos parecen estar constantemente a nuestra disposición, y aunque alguno se quede dormido en un determinado momento, siempre hay alguien dispuesto a enviar un mensaje, o a parlotear unos segundos, de forma que la ausencia temporal pase desapercibida. En segundo lugar, se puede entablar «contacto» con otras personas sin iniciar necesariamente una interacción que amenace con entregar rehenes al destino, o que siga una trayectoria poco deseable. El «contacto» puede romperse al menor indicio de que la interacción sigue un rumbo inadecuado: por lo tanto, no existe el riesgo, ni tampoco la necesidad de buscar excusas, disculparse o mentir; basta con una sutil pulsación, totalmente indolora y segura. Ya no es necesario temer la soledad, ni exponerse a las exigencias ajenas, a una exigencia de sacrificio o compromiso, de hacer algo que a uno no le apetece sólo porque otros lo desean. Esa reconfortante sensación puede disfrutarse incluso en medio de una sala abarrotada, o merodeando entre los concurridos vestíbulos de un centro comercial, o paseando por la calle entre multitud de amigos y transeúntes; siempre cabe la posibilidad de «estar espiritualmente ausentes» y «solos», así como de notificar a los demás la voluntad de no estar en contacto, aquí y ahora; es posible apartarse de la multitud tecleando un mensaje dirigido a alguien que se encuentra físicamente ausente y que, por lo tanto, momentáneamente no exige ni se compromete, un «contacto» seguro, o bien ojeando un mensaje que acaba de llegar de una persona así. Con este tipo de dispositivos en la mano, es posible, si se desea, estar solos en medio de un rebaño en estampida; y de forma instantánea, en cuanto la compañía resulta demasiado agobiante y opresiva. No juramos lealtad hasta la muerte, y cabe esperar que siempre haya alguien «disponible» cuando lo necesitemos, sin tener que soportar las desagradables consecuencias de estar constantemente disponibles para los demás
¿Es el paraíso terrenal? ¿Se cumple, por fin, el sueño? ¿Se ha resuelto la ambivalencia supuestamente inquietante de la interacción humana, reconfortante y estimulante, pero engorrosa y llena de escollos? Las opiniones en este punto están divididas. Lo que parece incuestionable, sin embargo, es que hay que pagar un precio por todo ello, un precio que puede resultar, si se piensa bien, demasiado elevado. Porque cuando uno pasa a estar «siempre conectado», puede que nunca esté total y verdaderamente solo. Y si nunca está solo, entonces (por citar una vez más al profesor Zimmerman), «es menos probable que uno lea un libro por placer, dibuje, se asome a la ventana e imagine mundos distintos de los propios Es menos probable que uno se comunique con la gente real del entorno inmediato. ¿Quién quiere hablar con sus familiares si tiene a los amigos a un clic de distancia?» (en una fascinante diversidad y en cantidades inagotables; hay, quisiera añadir, quinientos «amigos» o más en Facebook). Al huir de la soledad, se pierde la oportunidad de disfrutar del aislamiento, ese sublime estado en el que es posible «evocar pensamientos», sopesar, reflexionar, crear y, en definitiva, atribuir sentido y sustancia a la comunicación. Pero entonces, al no haber paladeado su sabor, uno nunca sabrá lo que se ha perdido, la ocasión que ha dejado pasar.
BAUMAN, Zigmunt, 44 cartas desde el mundo líquido, Ed. Paidos, México, 2011, p.
Modernidad líquida :
Entrevista a Zigmunt Bauman
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